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El Casino de Lucas
Por Juan Carmelo Luque Varela, Cronista oficial
de la Villa
Aunque la
memoria no alcance para acercarnos al incomparable olor de aquel café, si
llegamos a recordar la imagen por donde se movían los personajes asiduos de
aquellos establecimientos de café, vinos y licores, como rezaban en sus
fachadas -por todos conocidos como casinos-, que echaron la tranca a sus puertas
antes de 1970. Dos hombres, tres a lo
sumo, degustando el café de maquinilla y el aguardiente antes de la
peonada y, al caer la tarde, la pitarra
en compañía y tertulia donde la palabra y el campo eran los
protagonistas.
En 1948,
Lucas Rebollo Medel comenzó a regentar otro de los llamados casinos, de los dos que prestaban sus servicios en la
parte más alta del pueblo. Este, con
anterioridad y hasta 1946, fue regentado por Aurelio Monge Escobar (el Telo),
donde Antonio Mauricio Guerrero (el rubio de la sevillana), ejercía de
camarero. El que fue conocido como <<Casino de Lucas>>, localizado
al final de la calle Buen Suceso, era uno de esos establecimientos con una
clientela tan fija y asidua que rozaba la familiaridad, porque si su dueño
necesitaba ausentarse por algún momento, en cualquiera de aquellos confiaría la
custodia del negocio. Como en sus amigos los hermanos Eliseo y Félix García, Casildo
Escobar y José María Fernández (el niño guapo) que, como llegaba primero, metía en el pozo el vino, los tomates
y la lechuga para cuando llegaran los demás prepararlos con sal. Estos siempre
ocupaban el velador situado a la izquierda de la barra.
La
distribución interior del casino se
componía de un salón donde estaba la
barra (conocida como el mostrador), con una habitación a cada lado y, en el
semisótano, otra sala más pequeña con un futbolín y un espacio para almacén. La habitación que daba al corral del pozo, era la principal y
estaba reservada para las partidas de
cartas. La otra, situada a la derecha de la barra, dedicada para los juegos de
mesa, especialmente el dominó. En el salón dos mesas de camillas frente al
mostrador y, a ambos lados de este, algunos veladores. Cada cliente tenía su
sitio preferido y siempre respetados por los demás. La mesa de la derecha se formaba con Tomás Varela,
Francisco Reinoso, Pepe Zarco, Hilario Luque, Diego Luque López (Diego de
Olvido), Manuel Fernández (Manolo el talabartero) y Juan Monge (Juan pico). En
la camilla de la izquierda, don Juan el médico, don Felipe el cura, su hermano
Pepe, Pepe Cabello y Antonio el capataz. Cada uno en su silla y ocupando
siempre el mismo sitio. Había clientes
con manías, como los tenían su propio vaso, plato y la cucharilla del
café.
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Pero la
idiosincrasia de estos establecimientos estaba en la tertulia de unas personas que,
sentadas en un velador y sin prisas, desgranaban la palabra frente al lento
ritual de ver caer, de la tacilla al vaso, aquel café de maquinilla. En una
estancia se jugaba al dominó y otros
conversaban sobre el ritmo de la naturaleza o cerraban un trato, sin precipitar
nada que tuviera cumplida su hora, ni más temprano, ni más tarde, todo tenía su
justo tiempo en el tiempo. Imágenes que se quedaron fijadas en la memoria, como
el cisco picón, la alhucema y los rostros de quienes ya no se sientan alrededor
de aquella mesa donde, bajo sus ropas de camilla, continúa refugiada la historia
y el frio. Mientras tanto, del reservado
llegaban algunas palabras sueltas, interjecciones y el golpe sobre el tapete. ¡Arrastro! Descubriendo, tras la cerrada puerta, una
partida de cartas con envite de hombres de palabras. Partidas de julepe con el
cura don Felipe y su hermano José Rodríguez, el médico don Juan, Hilario Luque
el secretario, el carnicero Eliseo García,
el electricista Gervasio Luque,
Casildo Escobar y Juan pico, entre otros. Partidas que en muchos casos
se prolongaban hasta altas horas de la noche, obligando a Lucas a mantener
abierto el casino.
Los dos casinos coincidían con unos elementos
comunes y totalmente necesarios. Los braseros de cisco, que se encendían en
las tardes de inviernos para conseguir
un ambiente cálido y agradable bajo la ropa de camilla de las mesas. Los
quinqués de petróleo, repartidos estratégicamente por la estancia, la barra y los
reservados, ponían la luz a los
frecuentes cortes del fluido eléctrico;
sobre todo en invierno. Otros eran la radio de cretona, las sillas de anea, los
búcaros y la cal en las paredes.
Tras el
mostrador, Lucas Rebollo repartía
palabras -siempre la palabra- y sonrisas entre los paisanos, a la vez
que servía vasos del jugo de nuestra tierra de viñas acompañados de pescado frito y conservas de caballas,
anchoas y mejillones. Una tapa especial era el exquisito gurumelo, solo en
temporada, que le llegaba de Villanueva de las Cruces, su pueblo. También se
preocupaba de tener siempre unas botellas de <<Tío Pepe y fino La
Ina>> expresamente reservadas para unos clientes muy especiales para él, aquellos
que ataban sus caballos en sendas argollas que para tal caso colgaban de la
fachada del establecimiento, los hermanos <<Algabeños>>.
Mientras tanto, dos pájaros de perdiz
desgranaban su lento y relajante canto piñonero desde sus jaulones de cañas animando
una tertulia taurina, con alguna que otra discrepancia sobre el torero y el
toro, como la que mantenían Francisco
Reinoso, Tomás Varela y Pepe Zarco, un hombre de cuidada indumentaria, desde el
sombrero de ala ancha, la impecable raya del pantalón y un calzado siempre
lustroso. Tertulias y palabras, con otras palabras, viendo pasar la vida como
un rio de miel. Y así llegaban de los campos: sin prisas, solo palabras y
risas. Una pacifica armonía que se rompía por el seco golpe de la bola de aquel
futbolín donde cuatro jóvenes redimían un interesante partido. El sonido del
juego ascendía bruscamente desde el semisótano haciendo que el asiduo lector
del diario, distrayendo por enésima vez sus ojos de la lectura, clamara:
¡Niños! ¿Cuántas bolas os quedan aún para terminar esa partida? Una estancia a
la que se accedía por un amplio arco de medio punto rebajado cuyos hombros
descansaba en dos poyetes, donde sendos
búcaros, sobre platos de loza blanca, flanqueaban los cuatro o seis peldaños
que descendía a la misma. Allí, en la parte alta de la ventana que aportaba luz
del exterior, colocaron aquella otra ventana
por donde entraban imágenes del
mundo nunca vistas, como el Festival de Eurovisión donde España participó por
primera vez en 1961 representada por la cantante Conchita Bautista.
Lucas Rebollo, que en los últimos años contó
con la ayuda de su hijo Juan Lucas, el vecino José Luis Luque y Diego Moreno, cerró
el Casino en 1970. Un bar que en su intento de seguir con vida se dejó
abrir por Suceso Luque Romero, solo fue
una efímera experiencia para
morir definitivamente. Así desaparecieron para siempre los llamados casinos: el
de Lucas y el de Anastasio, arrastrando con ellos las tertulias, las palabras y
una cultura popular de mesas de camilla.
-Para poner luz a los artículos sobre los
casinos de Anastasio Rufino y Lucas Rebollo, se ha contado con la información
aportada por los hijos de ambos, José Francisco Rufino y Juan Lucas Rebollo.
Desde esta ventana pública, El Cronista de la Villa agradece la colaboración que
ambos han prestado en beneficio de la historia reciente de Castilleja del Campo-.
Historia 019. Castilleja del Campo, miércoles 12
de marzo de 2014